Política mata libido señoras

07.11.2019

"Llegó la revolución compañera" me dijo Luciano, sonriendo y sacando de su mochila las botellas de vino que me debía de mi cumpleaños.  Pero esta no es una historia de sexo ni de tinder. Llegó la política y no hay tiempo (ni ganas) para el placer carnal.

El viernes me levanté temprano, era el día del profesor y tenía que cantar en el colegio. Entre los preparativos varios, también me tocó ensayar la noche del jueves. Elegí "La Cigarra" por que la tonalidad me quedaba bien. No había vuelto a pensarlo, pero ahora que lo miro atrás fue un acto premonitorio, porque aquí estamos cantando como sobreviviente que vuelve de la guerra.

La locura anual de la celebración se veía interrumpida por las noticias que se iban sucediendo en mis redes sociales. Twitter reventaba con el estallido de los niños y niñas en Santiago. Lo comentamos en familia esa noche con unos vinos en casa.  Mi hija adolescente alzó la cara del celular en algún momento de la velada y me dijo "mi organización esta llamando a una marcha de apoyo mañana, mamá ¿puedo ir?".

Obviamente me olvidé de cuál es la organización de turno, pero le dije que mi prima se iba el domingo y habíamos quedado de pasar el día sábado con ella. La adolescente me mira con ojos de cervatillo triste y le digo que sí, que está bien, que vaya un ratito, que se cuide, que me mande su ubicación en tiempo real.

La mañana siguiente todo ha empeorado. La gente está furiosa y lo está expresando. Mi hija está en pie tempranísimo, como nunca, como no hace para ir al colegio o cualquier otra cosa. Bañada, peinada y rebuscando entre los cajones del closet. ¿Qué buscas? pregunto "algún pañuelo para taparme la nariz si nos gasean" me responde.

Me levanto de la cama y saco una bandana que traje de México. Las niñas las usan en el pelo allá y compré como una docena para regalar. El pañuelo es verde, se dobla en un triángulo "es perfecto" declara mi enana parlante. Sonríe y le brillan los ojos ingenuos. No tengo ninguna sospecha en ese momento de cuál es el hecho histórico del que mi hija va a ser parte esa mañana del 19 de octubre. Mucho menos del horror y el miedo que traerá (y sigue trayendo) este proceso. A pesar que Luciano (sí, somos amigos de nuevo)  me había dicho la noche anterior "empezó la revolución compañera" yo reí entre copa y copa pensando lo exagerado que era ¿qué sabría él que yo no?

Al medio día ya estaba el país comenzando a arder. No podía despegar los ojos de mis redes sociales y de la tv en el restaurante peruano al que habíamos llevado a mi prima como despedida. Seguía el recorrido de mi hija en el mapa de whatsapp nerviosa. Finalmente me escribió diciéndome que se estaba regresando a casa, que un paco le tiró una lacrimógena a los pies y lo había pasado realmente mal. "Menos mal había comprado seis limones mamá, los compartí con la gente" me dijo. Quedamos de encontrarnos en casa.

Esa tarde no pude despegarme de las redes y la tv. Mientras mi hija me relataba su primera experiencia de represión a sus 15 años nuevecitos, yo iba tomando el peso a lo que estallaba. Me puse feliz. Feliz y preocupada, feliz e indignada, feliz y con miedo.

Hay llamado a cacerolear, me dice mi peque. Le hablo a mi mamá que prende con agua, salimos a meter ruido. Mi barrio es un barrio residencial, de casitas iguales, jardines iguales y autos iguales donde la gente no se habla, ni saluda, no se sabe el nombre ni se da el abrazo de año nuevo.

Las tres nos quedamos en el jardín riendo entre el clap, clap, clap de las ollas. Se suman algunos vecinos, nos saludamos cómplices. No somos más de cinco casas las que se suman a la protesta. Nunca imaginé tampoco que en las noches sucesivas llegaríamos a ser más de cien vecinos marchando al son de las ollas.

Entramos luego de una hora, nuevamente a la tele y el celu, nuevamente a la sin razón. Hay estado de emergencia en Santiago y se decreta toque de queda. La protesta continúa y se esparce por el territorio. Hay supermercados saqueados y barricadas.  Decido invitar a mi chiqui a dormir a mi cama mientras sigue sonando la radio. Insomne me entero que desde las 2 am también hay toque de queda en mi ciudad.

Se me hace un nudo en el estómago. No he vivido el toque de queda desde los 80'. En ese entonces lo viví desde el miedo. Mis 4, 5 o 6 años eran vulnerables a la impresión de la dictadura y en mi casa corría información. Mucha información que había que conocer porque la vida dependía de ello. Recuerdo una noche que hice una pregunta al respecto y mi mamá comenzó a explicarme qué estaba pasándole a la gente torturada. Me tapé los oídos diciéndole "no me digas, ya no quiero saber". Creo que mi gesto removió en mi madre, una militante comprometida hasta los huesos que luchaba desde sus 50 kilos contra el monstruo de la dictadura desde el día uno, toda su indignación con un país escondido tras las persianas. Me retiró las manos que me tapaban las orejas y me gritó desaforada que iba a escuchar porque yo no iba a ser como el resto de la gente que no quería saber lo que estaba pasando y prefería esconderse mientras los militares nos masacraban. Yo tenía seis años.

Tenía, además, buenas razones para no querer saber. Soñaba que mi mamá era secuestrada y me quedaba sola en el mundo. Le rogaba cuando pasábamos por el lado de la policía que no se peleara con ellos, por favorcito mamá, no los mires. Estaba lo suficientemente aterrada.

Mi casa era un país paralelo, la tele, los diarios, la gente, los libros de afuera todo era mentira. Sólo en mi casa se hablaba la verdad, se leía la verdad, se escuchaba música de verdad. En mi casa y en la casa de los "compañeros" y con los hijos de los compañeros podíamos hablar de la verdad y de nuestras preocupaciones. Por esos días jugábamos a los presos políticos: mi amigo metido en el closet era el preso yo era la esposa. El juego era que yo lo visitaba en el closet y él me daba las artesanías que hacía en su encierro (cualquier adorno de yeso de la casa) para venderlas. Mi amigo vendía super8 en las micros y tenía menos miedo que yo. Recuerdo que una vez se agarró sarna de tanto andar de micro en micro o tal vez era solo porque éramos pobres, no sé. Ese día no le quise recibir el super8 de regalo. Igual tuve sarna un tiempo después. Ironías de la vida.

Mi papá y mamá eran importantes y hacían cosas importantes, pero no podía decirle a nadie. En mi casa se hacían panfletos, lienzos y miguelitos para las protestas de los 80'. Mi mamá salía de negro y nos avisaba que se iba a cortar la luz, que no nos asustáramos. Mi abuelo, un viejo con demencia senil, poco control de esfínter y obsesionado con la biblia, nos cuidaba hasta que ella llegaba. Esta no es una historia terrible, ella siempre volvió y las ideas invasivas de muerte y violencia política no se hicieron reales en su cuerpo como yo temía. Tuve suerte.

Todo eso pensaba cuando miraba el pañuelo verde de mi hija tirado en un rincón de su habitación imposible. Pensaba si volvería a tener suerte, si no me lo encontraría ensangrentado alguna noche buscándola por las calles de la ciudad.

Peo ya no tengo seis años, sino 40 y me puedo reponer del miedo y hacer parte de todo esto. Feliz y con rabia, con esperanza y con rabia, con expectativa y con rabia, con rabia, siempre con rabia.

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